lunes, 5 de septiembre de 2011

Las divisiones de la Prehistoria

A comienzos del siglo XIX, Christian Jurgensen Thomsen fue encargado de realizar una clasificación de los materiales que componían las colecciones del Museo Nacional de Antigüedades de Dinamarca. Basándose en una cierta idea de progreso tecnológico a lo largo de la historia humana, Thomsen creó lo que se ha denominado Sistema de las Tres Edades, que después se ha visto más o menos confirmado por los hallazgos de la mayor parte del Viejo Mundo. Esta periodización divide la Prehistoria en tres partes: Edad de la Piedra, Edad del Bronce y Edad del Hierro. En 1865, John Lubbock dividió la primera Edad en dos términos distintos, el Paleolítico (Edad de la Piedra Antigua o de la piedra tallada) y Neolítico (Edad de la Piedra Nueva o de la piedra pulimentada). A estas divisiones se añadieron en épocas posteriores el Epipaleolítico/Mesolítico, que hace referencia a los cazadores-recolectores postglaciales, en vías o no de neolitización, y el Calcolítico o Edad del Cobre, que cubre la etapa postneolítica en la que comienza la metalurgia.
En principio, esta periodización es esencialmente válida para Eurasia, y por tanto es la más usada en la Península Ibérica, y tal vez también para África, pero carece de aplicación completa en América, donde no llegó a desarrollarse una verdadera metalurgia hasta la llegada de los europeos, o en Australia, continente en el que los modos de vida paleolíticos han pervivido hasta la actualidad. Hay que tener en cuenta además que incluso en el Viejo Mundo muchas de estas etapas no son realmente prehistóricas, ni mucho menos consecutivas, puesto que las primeras civilizaciones orientales, como Mesopotamia o Egipto, estaban ya plenamente formadas en una fase tecnológica equivalente a la Edad del Bronce, mientras que en el África Subsahariana no hay utilización de los metales anterior al 500 a. C. Estos problemas de ajuste cronológico, sin embargo, no restan utilidad al Sistema de las Tres Edades a la hora de concretar el continuo cronológico que es la Prehistoria peninsular, puesto que, en definitiva, cada una de las etapas arriba citadas posee los suficientes contenidos culturales como para poder ser utilizadas en un sentido convencional más o menos amplio.

La arqueologia prehistorica

Prácticamente todas las diferencias que existen entre la Historia tradicional y la Prehistoria radican en sus distintos sistemas de obtener información acerca de las sociedades pretéritas. Durante mucho tiempo se ha sostenido que, a falta de documentos escritos, el prehistoriador ha tenido que recurrir a los restos arqueológicos como fuente exclusiva de documentación, mientras que el historiador sólo se sirve de la Arqueología, mal llamada ciencia auxiliar, para completar algún punto conflictivo de sus investigaciones o para sacar a la luz fragmentos materiales del pasado. En la actualidad esto es sólo una simplificación por varios motivos. El primero, porque la Arqueología es casi la única fuente de la que dispone la Historia para documentar el aspecto más desconocido de nuestro pasado: la vida cotidiana, cuyos vestigios son el principal componente de los yacimientos arqueológicos. El segundo, porque la Prehistoria obtiene información de otras fuentes, aunque es cierto que la Arqueología prehistórica tiene un notable peso específico en sus reconstrucciones culturales, hasta el punto de que, en la práctica, la mayor parte de los prehistoriadores son también arqueólogos, cosa que no sucede con los historiadores.
La Arqueología contemporánea es una actividad altamente tecnificada que exige un poderoso despliegue de medios. Como los yacimientos arqueológicos son bienes relativamente escasos y muy valiosos a nivel cultural, porque se destruyen al excavarlos, su investigación exige una cuidadosa documentación de todas las evidencias encontradas y cuya omisión causaría una pérdida irrecuperable. Hay que tener en cuenta, además, que el arqueólogo hoy en día no sólo encuentra vestigios culturales (la denominada cultura material), sino también descubre huesos humanos o de animales, sedimentos, carbones, restos de origen vegetal, a veces microscópicos (pólenes) y estructuras de tipos diversos.
Son los análisis de laboratorio sobre cada uno de estos elementos los que permiten reconstruir no sólo los distintos procesos que han formado el yacimiento, sean de origen antrópico o natural, sino también el entorno del mismo (tipo de vegetación, clima de la época, asociaciones faunísticas...) y su explotación por parte de los pobladores primitivos. Esto sólo es posible gracias a los estudios paleontológicos, geomorfológicos, geoquímicos, sedimentológicos y paleoecológicos efectuados sobre los materiales y muestras recuperados durante la excavación, que proporcionan en estos momentos una cantidad de información cada vez mayor al prehistoriador. A cambio, las excavaciones arqueológicas son cada vez más lentas puesto que la minuciosidad que exigen las nuevas técnicas de muestreo y registro son incompatibles con los métodos expeditivos del pasado.
El establecimiento de cronologías precisas, labor que resulta básica para interpretar cualquier proceso histórico, se ha visto facilitado en los últimos años gracias a la incorporación de las técnicas radiométricas, que permiten precisar, con un cierto error estadístico, los años transcurridos desde determinados eventos (la muerte de un ser vivo, el calentamiento de un material, la cristalización de determinados minerales...). Estas técnicas de datación, derivadas de los espectaculares avances de la física atómica en la posguerra, son muy variadas y continuamente están siendo sometidas a refinamientos y calibraciones para hacerlas más precisas. La más conocida, sin duda, es el carbono-14 (C,4), puesta a punto por Libby hace treinta años, que mide la cantidad de ese isótopo presente en cualquier sustancia de origen orgánico, pero que tiene el inconveniente de no tener resolución más allá de los 50-70.000 años, límite en el que los periodos de semidesintegración del C,4 hacen que la cantidad residual sea inapreciable. Además, es relativamente susceptible a las contaminaciones, lo que falsea la cifra obtenida en el laboratorio. Otros métodos como la termoluminiscencia (TL), el Potasio-Argón (K/Ar) o el Uranio-Thorio (U/Th), entre otros varios, cubren lapsos de tiempo mayores, aunque sólo pueden ser utilizados sobre ciertos materiales que no siempre están presentes en los yacimientos arqueológicos. Las fechas radiométricas suelen expresarse, por convención, en años antes del presente o B.P. (del inglés before present), aunque pueden convertirse en años antes de Cristo restándoles 1950 años.
Por último, no puede olvidarse que uno de los sistemas más fructíferos en la reconstrucción cultural de las sociedades prehistóricas es lo que en otras ciencias se denomina método actualista, que parte de la idea de que los procesos vigentes en la actualidad son válidos, dentro de ciertos límites, para explicar los acontecimientos del pasado. En el caso de la Prehistoria, interesada especialmente en los procesos de tipo social, el actualismo se lleva a cabo mediante el examen de las evidencias que aportan los pueblos primitivos actuales, cuyas respuestas culturales son en definitiva los modelos con los que se compara la evidencia arqueológica.

El Desarrollo de la prehistoria

Como la aparición del hombre se considera un acontecimiento trascendente dentro de la Historia del Planeta, puede añadirse que otra característica fundamental de la Prehistoria es que actúa de puente entre las Ciencias de la Tierra y las Ciencias Sociales, o entre los tiempos geológicos y los tiempos históricos, dado que tiene que explicar los procesos que sacaron a nuestra especie de su posición ancestral entre los demás primates y la transformó en los habitantes de las primeras civilizaciones estatales. Esto implica que dentro de la Prehistoria hay diferencias radicales entre sus primeras etapas, cuando el protagonista no es todavía el hombre anatómicamente moderno, y las fases finales, cuando asistimos a la evolución cultural, exponencialmente acelerada, de un hombre semejante, tanto física como intelectual y socialmente, a las poblaciones históricas. Esta dualidad interna se reflejará, inevitablemente, en el contenido de las páginas siguientes.
En la Europa medieval se consideraba que la Historia de la Tierra y la del hombre arcaico estaban explicadas con detalle en la Biblia. Esta creencia pervivió en los siglos siguientes, hasta el punto de que, en el siglo XVII, James Ussher, arzobispo de Armagh, pudo calcular, siguiendo las cronologías contenidas en el Antiguo Testamento, que la Tierra había sido creada en el año 4004 a. C. Unos años después, el doctor John Lightfoot refinó estos cálculos y pudo precisar que la creación del hombre tuvo lugar el 23 de octubre de ese año, a las nueve en punto de la mañana. Numerosos naturalistas de ese mismo siglo y del siguiente, que estaban poniendo entonces los cimientos de la Ciencia occidental, empezaron a aportar considerables evidencias a favor de cronologías algo mayores que las que proponía el Génesis. A comienzos del siglo XIX, los trabajos de J. Hutton, J. Cuvier y, sobre todo, Charles Lyell, habían creado ya la Geología Histórica, con sus eras, sus pisos y sus sucesiones faunísticas. Este envejecimiento en la edad de la Tierra no fue acompañado en un primer momento por un proceso similar en lo que atañe al hombre. Aunque ya desde el mundo clásico algunos autores habían conjeturado que nuestros más lejanos antepasados debían haber vivido en un estado natural de salvajismo extremadamente primitivo, lo cierto es que a comienzos del siglo pasado sólo se aceptaba la existencia de una humanidad antehistórica que se identificaba, en Europa occidental, con aquellos primeros agricultores y ganaderos que, como mucho, eran algo anteriores a la dominación romana y cuyos hábitats y sepulturas habían sido ya objeto de rebuscas por parte de los coleccionistas y arqueólogos de la época. La existencia de un verdadero hombre fósil, contemporáneo de la fauna extinguida del Pleistoceno, no fue aceptada por la comunidad científica hasta mediados de siglo, cuando, tras arduos debates, se reconocieron los trabajos de J. Boucher de Perthes en las terrazas del Somme (Francia), considerado universalmente a partir de entonces el padre de la Prehistoria.
A pesar de que la parte más antigua de la Historia Humana había nacido en el seno de la Geología, su crecimiento hasta el siglo XX iba a estar marcado por el auge de las ideas de Ch. Darwin acerca de la evolución o, más exactamente, por su adaptación al desarrollo cultural bajo lo que se ha denominado Evolucionismo Unilineal, teoría antropológica que guió el pensamiento de los primeros prehistoriadores como J. Lubbock, G. de Mortillet o E. Cartailhac. El reconocimiento de la autenticidad del Arte Paleolítico, en 1902, y las posteriores sistematizaciones de H. Breuil, D. Peyrony o H. Obermaier, junto a los trabajos del gran teórico V. Gordon Childe, marcaron el panorama de la Prehistoria en la primera mitad de este siglo, en lo que podría considerarse su definitivo afianzamiento como ciencia independiente. Tras la Segunda Guerra Mundial, la aparición de los métodos de datación radiométrica y la incorporación de las nuevas tecnologías a los trabajos de campo y de laboratorio han completado su imagen actual, altamente especializada. A nivel teórico, en esta última fase han destacado las aportaciones neoevolucionistas de F. Bordes y A. Leroi-Gourhan como creadores de grandes líneas de investigación en el Paleolítico. En la Prehistoria reciente la situación ha sido más compleja y se ha caracterizado en los últimos años por un cierto debate entre diferentes concepciones de la arqueología prehistórica, debate iniciado en los años sesenta por la denominada New Archaeology y de cuyas secuelas aún se nutre.
La contribución española a este panorama ha sido desigual, pasando de épocas caracterizadas por la tradicional aceptación acrítica y acomplejada de las diferentes teorías generadas fuera de nuestras fronteras, a periodos en que las aportaciones hispanas fueron importantes, cuando no decisivas, en el panorama internacional. Estas irregularidades, desgraciadamente, están en proporción directa con los avatares económicos y sociales del país en el último siglo y medio.
El gran pionero de la Prehistoria española fue el geólogo Casiano de Prado (1797-1866), uno de los científicos más notables de nuestro país, cuyas ideas fueron tan revolucionarias que llegó incluso a ser encarcelado por la Inquisición. En 1864 publicó su Descripción física y geológica de la provincia de Madrid, en la que se cita por primera vez la existencia de instrumentos prehistóricos asociados a fauna pleistocena en el yacimiento de San Isidro (terrazas del río Manzanares, Madrid) e identificados como similares a los hallados por su contemporáneo Boucher de Perthes.
La segunda mitad del siglo XIX va a asistir a la aparición de un grupo de prehistoriadores muy comprometidos con los postulados evolucionistas de sus colegas extranjeros, entre los que cabe citar a J. Vilanova y los hermanos Siret. Es a partir de esta época cuando Marcelino Sanz de Sautuola va a descubrir, en 1879, la cueva de Altamira, aportación fundamental de la incipiente investigación española al panorama internacional. Apoyado por Vilanova, Sautuola va a iniciar un debate que concluiría, ya en el nuevo siglo, con la aceptación del arte paleolítico y el derrumbamiento del mito evolucionista que impedía considerar a los hombres del Pleistoceno capaces de concebir obras maestras de la pintura universal.
A raíz de los trabajos de H. Breuil, H. Obermaier, el Marqués de Cerralbo, H. Alcalde del Río, E. Hernández Pacheco, P. Wernert, el Conde de la Vega del Sella, I. Barandiarán, P. Alsius o J. Pérez de Barradas, la Prehistoria española alcanza su madurez en el primer tercio del siglo XX con una fuerte influencia de las teorías difusionistas de la época. Tras el corte traumático impuesto por la Guerra Civil, una nueva generación, en la que destacan nombres como J. Cabré, L. Pericot, F. Jordá, M. Almagro Basch, J. Maluquer, A. Arribas o P. Bosch Gimpera, entre otros, trabajando en condiciones extremas de falta de medios y aislamiento internacional, va a conseguir mantener la continuidad hasta que, ya en la década de los sesenta, excavaciones como las de Cueva Morín o las de Ambrona, llevadas a cabo por grandes equipos internacionales, van a suponer una renovación disciplinar, ayudando a la formación de las actuales generaciones de prehistoriadores, plenamente integrados de nuevo en el panorama internacional.
El último salto adelante de los estudios sobre la Prehistoria en España estará protagonizado por el equipo de investigadores que trabaja en la sierra de Atapuerca (Burgos) -Carbonell, Arsuaga y Bernaldo de Quirós- quienes, continuando con el excelente trabajo iniciado por Emiliano Aguirre, habrán aportado datos fundamentales y de relevancia internacional para conocer la evolución del ser humano en Europa.

Que es la prehistoria

A nivel popular, tal y como se refleja en algunas películas y cómics, prehistórico es todo aquello anterior a la aparición de la escritura, ya sea un dinosaurio o un hombre de Cro-Magnon. Esta idea, justificable desde un punto de vista cronológico, es no obstante incorrecta desde el punto de vista de la Ciencia, porque la Prehistoria sólo trata de aquella parte de la trayectoria humana anterior a la invención de la escritura. Por tanto, Prehistoria e Historia tienen en el hombre su mismo objeto de estudio y son, en este sentido, una única disciplina. Sin embargo, las profundas divergencias que existen entre ambas, referidas tanto a técnicas de investigación como a problemas y enfoques, son de tal magnitud que, en la práctica, se consideran como materias radicalmente distintas.
Desde el punto de vista científico, la utilización de la aparición de la escritura como evento separador entre una y otra es también problemática, porque su aparición no fue sincrónica en todo el planeta, ni siquiera universal. Esto da lugar a la convivencia, incluso en nuestros días, de sociedades ágrafas con otras capaces de producir documentos escritos, lo que significaría que, en cierto sentido, habría pueblos prehistóricos contemporáneos de estados históricos. Para el caso del mundo mediterráneo, en el que la Península Ibérica juega un papel relevante, estas sociedades que carecen de escritura pero son citadas, y a veces hasta descritas con cierta precisión, en las fuentes históricas contemporáneas de la Antigüedad (literarias, gráficas...), se consideran protohistóricas y su estudio forma una verdadera interfase entre Historia y Prehistoria, correspondiente en general a la Edad de los Metales europea.
Si, por tanto, la Prehistoria ocupa desde la aparición del hombre sobre el planeta, hace unos 2,7 millones de años en África oriental, hasta el inicio de la escritura en el 3300 a. C. en Mesopotamia, constatamos que su duración supone el 99,9 % de la evolución humana, mientras que la Historia sólo se ocupa del 0,1 % restante. Aunque en el caso de la Península Ibérica dicho lapso sea menor -desde hace tal vez un millón de años, aproximadamente, hasta las Guerras Púnicas- no deja por ello de ser una duración enorme. Sin embargo, no resulta tan impresionante si lo comparamos con los 4.550 millones de años de la Historia de la Tierra, que es estudiada por otras disciplinas también históricas, aunque desprovistas de contenidos sociales, como son la Paleogeografia, la Paleontología, la Geodinámica...

Historia Universal

Historia, Testigo de la Vida, Previcion del Futuro, Experiencia del Pasado.